Julia tiene una entrañable familia unida. Viven en la misma calle, aunque en diferentes viviendas, fruto de la cantaleta de su marido que repetía: «juntos pero no revueltos». Él insistió siempre para que cada hijo, al crear su familia, también construyera su propio hogar. Quería, llegado el momento, quedar solo con su mujer para disfrutar de la tranquilidad de la madurez, unos discretos ahorros y la buena salud.

El matrimonio desde que se casaron lo hacía todo juntos. Se preguntaban y consultaban sus rutinas más elementales. Él reclamaba la presencia de Julia para cualquier cosa, necesitaba su constante aprobación. Mientras, ella se aburría por servirle de «ladero».

Desde hacía un par de años, aprovechando que sus hijos tenían ya su propia vida, Julia asistía a clases de baile con otras mujeres del barrio. A pesar de los años y algunos kilos de más, conseguía moverse gustosa al ritmo de la música. El grupo de amigas se estaban organizando para hacer juntas y sin maridos un crucero. Pero desde que surgió la propuesta, Julia sufría por tener que abandonar a su esposo. Él mantenía silencio sobre el tema, sus hijos la animaban a disfrutar de la experiencia del crucero.

Justo en esos días, ya casi aceptada la idea de que se merecía ese descanso privado, la hija mayor le pidió cuidar del niño pequeño porque le salió un trabajo. Al mismo tiempo, el hijo le solicitó que no olvidara dejarle en el congelador un recipiente de comida por cada uno de los días que estaría ausente. En este punto, Julia se dio cuenta de la mentira que vivía con la supuesta libertad con respecto a su familia. 

Enojada se dijo a sí misma lo harta que estaba. Comprendió, que en nombre de la emancipación y la tranquilidad, la habían convertido en el comodín de cada uno y que ella estaba siempre dispuesta.

Se dijo que tenía derecho a estar enfadada con todos, se fue a su clase de baile sin tener nada claro, nerviosa, histérica, sin haber decidido qué hacer, pero muy dispuesta a bailar toda la noche, hasta el agotamiento, para no tener que pensar. Y así fue, lo dio todo. Bailó remeneándose con desespero y hasta sentirse extenuada. A la salida se fue con el grupo a tomar la cerveza habitual que siempre rechazaba por volver pronto con su marido.

No obstante, esa noche entre copas y rabia contenida, decidió al menos por una vez olvidar, dejarse llevar… tanto que accedió a beber la última copa en casa de un apuesto señor, también alumno del grupo de baile que con frecuencia la invitaba ante la invariable negativa de ella. En cambio ese día Julia estaba dispuesta por una vez en la vida a liarse la manta a la cabeza.

A la mañana siguiente el forense diagnosticaba su muerte por infarto. El cuerpo semidesnudo de Julia yacía en el dormitorio del galán bailador ante las miradas atónitas de sus hijos. El esposo no asistió. En cambio la hija pequeña sonreía entre dientes mientras pensaba «¡bien por ti mamá, al fin alguna vez te diste un buen gustazo!».

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